La desaparición de la humanidad lleva implícitas el significado de la existencia

La conspiración contra la especie humana

José Rivera Guadarrama

La desaparición total de la humanidad lleva implícitas diversas cuestiones. Una tiene que ver con el significado de nuestra existencia; otra va en el sentido de averiguar cuál es el propósito de habitar este mundo; una más consiste en si algún día sabremos cómo fue el primer humano que habitó la Tierra y si sabremos cómo será el último. Empero, la pregunta más radical, pesimista y desalentadora es ¿qué sentido tendría saber todo eso?
La erradicación total de la humanidad provoca temor y, al mismo tiempo, conlleva cierto grado de absurdo, sobre todo porque no habría testigos después de ese acto. Cuando ocurra, no quedará nadie para narrar la extinción humana. Bajo esas premisas, continuar vivos o ser abolidos resulta un sinsentido, una extenuante paradoja.

También podría ser que nuestro origen haya sido similar al de una especie de marioneta que, poco a poco, fue adquiriendo vida y mediante la adquisición de conocimiento fue comenzando a hacerse preguntas complicadas acerca de la existencia, el dolor, la angustia y el origen de todo. Al carecer de respuestas convincentes, esa marioneta comenzó a elucubrar sus propias argumentaciones, pero más lúgubres, más amplias y resonantes desde su cuerpo de madera, con todo el sonido de la naturaleza con la que está elaborada, igual que nuestra especie humana.

Estas formas de sentir la realidad son estudiadas por las ciencias, junto con la larga historia de la antropología filosófica y, más recientemente, por las ciencias sociales. Pese a todo, hasta ahora ninguna de ellas tiene respuestas exactas o concluyentes. No existe ninguna fórmula precisa de las cantidades que se deben verter en el vaso de nuestra existencia para poder hacer las cosas más llevaderas.

El problema, entonces, no es sabernos vivos o muertos, sentir dolor o placer, o tratar de responder a preguntas totales en torno al sentido de estar aquí. Lo problemático está en aquella parte de nosotros que nos hace preguntarnos por todas esas cuestiones, que nos alarmemos ante lo incisivo de nuestra imagen, nuestras suposiciones y pensamientos; es decir, que todas las contrariedades surgen de la conciencia.

 

La madre de todos los horrores

Para el escritor estadunidense Thomas Ligotti (1953), esta percepción puede ser una falla en
la unidad misma de la vida, una paradoja biológica, una abominación, una absurdo, una exageración de la naturaleza desastrosa. Nadie sabe cómo tiene lugar la conexión entre conciencia y cerebro, pero todas las pruebas respaldan la teoría no dualística de que el cerebro es la fuente de la conciencia.

Siguiendo lo anterior, Ligotti plantea que la conciencia es la “madre de todos los horrores, nos volvimos capaces de tener pensamientos que nos resultaban alarmantes y horrendos, pensamientos que nunca han sido compensados de manera equitativa por los que son serenos y tranquilizadores”.

Además de esas problemáticas mentales, para Ligotti hay otra con mayor fuerza, que nos arrojará al abismo del pesimismo existencial. ¿Qué cabe decir sobre el hecho de estar vivo?, se pregunta en La conspiración contra la especie humana (2010), libro en el que pretende analizar cuestiones humanas como las planteadas más arriba. Para él, hay dos tipos de posturas. Por un lado están los optimistas, quienes dirán que todo está bien, que es agradable poder contemplar las cosas de la naturaleza, el amor, el dinero, el trabajo, la familia; un sector al cual este autor desprecia.

Por otro lado, en donde más cómodo se siente, desde donde arguye y analiza a la especie humana junto a sus problemáticas, está el pesimismo, y en este sector caben todos aquellos que “como minorías disidentes reclaman por lo inaceptable de estar vivos, dentro de una pesadilla sin esperanza de despertar al mundo natural, vivir con los cuerpos hundidos hasta el cuello en una ciénaga de terror”.

Conforme avanza en sus argumentos, el autor nos revela de dónde provienen esas inquietudes, para lo cual cita de manera constante el breve ensayo de Peter Wessel Zapffe, titulado El último mesías (1933), del cual se perciben ideas un tanto aciagas. Para Zapffe, la especie humana “llegó a la naturaleza como un huésped no invitado, extiende en vano sus brazos e implora reunión con su creador, pero la naturaleza ya no responde. En efecto, la naturaleza realizó una maravilla con el hombre, mas desde entonces no lo reconoce más”. Por lo tanto, estas incomodidades metafísicas son el resultado de la pérdida del “derecho a su tierra natal en el universo; había comido del árbol del conocimiento y fue excluido del paraíso”.

Por eso, “la cortina del futuro se desgarra y le muestra una pesadilla de repeticiones infinitas, un desparrame confuso y sin sentido de materia orgánica”. De ahí que el sufrimiento de billones de personas tenga su entrada en él a través de la reja de la compasión; de todo lo que pasa llega la risa burlona para hacer mofa de su exigencia de justicia, su principio más profundo y ordenador. A partir de este momento, “se encuentra en un estado de pánico crónico”, indica Zapffe.

 

El error de la naturaleza

Como se ve, para estos autores, la raza humana parece estar predestinada a la perdición, y toda acción efectiva de preservación y perpetuidad en la vida le está vedada, cuando la completa atención y la energía de un individuo persisten o reaccionan canalizando la catastrófica alta tensión en su propio interior.

Si la vida es constante sufrimiento, ambos autores se preguntan: ¿por qué no se ha extiguido la raza humana tiempo atrás a causa de grandes epidemias de locura? A su juicio, se debe a que los seres humanos en general y la conciencia humana en particular, son un error de la naturaleza y la especie humana debería dejar de reproducirse lo antes posible, sobre todo para acabar con el trágico horror de la vida. Estas declaraciones tienen notorias reminiscencias de autores como Schopenhauer, Lovecraft, Cioran y escritores budistas, a quienes ambos citan en reiteradas ocasiones.

Una de las formas de acabar con este autoengaño, indican, para liberar a nuestra especie del imperativo paradójico de ser y no ser conscientes, “mientras nuestros huesos se quiebran poco a poco sobre una rueda de mentiras, es que debemos dejar de reproducirnos”. Ahí radica su tesis más fuerte. La conspiración que da título al libro de Ligotti es la de imaginar qué sucedería si todos aceptáramos dejar de procrear. Suena a pesimismo, a una extenuación gradual de la existencia humana.

Sin embargo, desde otra perspectivs, la cuestión no es pesimista. Al contrario, lograr ese acuerdo mundial sería la actitud más importante en toda la historia de la humanidad. Nunca antes nuestra especie ha podido ponerse de acuerdo en algo. Todo el tiempo hemos estado contradiciéndonos, dirimiendo los conflictos mediante revueltas. La paz mundial se lograría una vez que hayamos decidido dejar de tener descendencia. Suena trágico desde el control natal, pero no es eso lo que aquí se quiere resaltar, sino ese histórico e hipotético acuerdo mundial, sobre todo porque “nadie ha concebido aún una razón acreditada de por qué debe la especie humana continuar o cesar su existencia, aunque algunos creen haberlo hecho”. Es más, todas las especies se extinguen. El Universo tampoco es eterno, tiene fecha de caducidad. De esta forma, los seres humanos no serán los únicos en desaparecer. Pero, indica Ligotti, sí podríamos ser “los primeros en precipitar nuestro final, acortándolo antes de que los cuerpos empiecen a amontonarse”.

Pese a esta conspiración humana, las preguntas tampoco se agotan. La conciencia no se queda tranquila. ¿Qué se perdería si todos nos fuéramos de este mundo? La respuesta sería nada. Desde el pesimismo, ningún mal acompañaría nuestra partida. Al contrario, muchos males que hemos conocido y heredado se extinguirían con nosotros. Por lo pronto, seguiremos soportando la ingratitud de la existencia humana, esa perplejidad que sufrimos al sentir que nuestras vidas carecen de sentido en todo lo que somos, lo que hacemos y la forma como creemos que son las cosas en el Universo. Pero si preferimos continuar con nuestro linaje, cabe preguntarnos, entonces, ¿vale la pena vivir?

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