Infancia es destino: Algunos retratos de niñez fílmica

Infancia es destino:

Algunos retratos de niñez fílmica

Rafael Aviña

 

Más allá de los balones, los cuentos de Editorial Novaro, los dulces y el tradicional melón con nieve, el llamado “día del niño” era para mí un asunto trascendental por tres razones: se llevaba a cabo un reñido concurso de disfraces en mi escuela primaria, el Instituto Latino Americano sólo para varones; a su vez, se anunciaban los resultados de los premios nacionales que otorgaba Cuadernos Scribe y el papá de mi compañero Omar Castellanos, a quien le elaboraban los disfraces más originales y portentosos, llevaba un proyector de cine de 8 mm y exhibía caricaturas y documentales.

El 30 de abril de 1967 yo soñaba con ir disfrazado de La sombra vengadora (Rafael Baledón, 1954), película que recién había visto en la TV. Mi cuerpo era la antítesis de un luchador enmascarado; lo sabía, y entonces mis padres y mis abuelos me convencieron de caracterizarme ¡como un teporochito! El atuendo consistía en un sombrero de paja roído, un costal mugroso, una lata de Chocomilk colgada al hombro donde llevaba colillas de cigarro, unos zapatos viejos y rotos y un saco ajado de mi abuelo Ninito. Fui la sensación al revés: todos me veían feo, maestros y compañeros me advirtieron que aquello estaba mal y escondiera las colillas que eran reales (toda una pre-corrección política). Y es que la indigencia y la vagancia no eran bien vista a menos que se edulcorara…

 

Pequeña carne de cañón

Hasta la fecha, Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, continúa siendo el modelo para armar más fiel, crudo y atemporal sobre el retrato de buena parte de las infancias mexicanas. Sus personajes siguen siendo de carne y hueso, alcanzando con ello un gran logro documentalista. No en vano el cineasta eligió a actores desconocidos para dar vida a los protagonistas.

El cine infantil y social de aquellos años estaba ligado a una serie de películas en las cuales los niños surgían como simples comparsas: una suerte de pequeña carne de cañón melodramática en todo tipo de dramas y comedias urbanas o rurales, proclives a excesos tan siniestros y delirantes como involuntariamente divertidos. Relatos que utilizaban el melodrama como parte preponderante de la filosofía popular: ese valle de lágrimas principalmente urbano al que se venía a sufrir.

En aquellas tramas de infancia e injusticia social aparece, entre otras, Evita Muñoz Chachita, explotada al máximo por el cine mexicano de la época que veía en los niños a una suerte de kleenex en potencia, como en Los hijos de la calle (1950), de Roberto Rodríguez. Aquí, un buen mecánico de aviación (Andrés Soler) pierde su empleo y provoca una tragedia aérea, debido a su adicción a las drogas, de la cual es responsable su envilecido compadre (un gran Miguel Inclán), quien de mecánico se trastoca en explotador de menores infractores junto con su amante, una extraordinaria Emma Roldán, dedicados a maltratar a huérfanos con discapacidades y, en complicidad con otros ladrones adultos, roban piezas de automóviles y obligan a menores de edad y a jóvenes como Alberto Mariscal y a una invidente (Emma Rodríguez) a estafar transeúntes, a robar dentro de las iglesias y afuera del Hotel Virreyes. Soler va a dar al manicomio de la Castañeda para curar su adicción y, al salir, es de nuevo enviciado y chantajeado por Inclán. Al final, en una escena de una truculencia fuera de serie, su hija (Chachita) se encuentra a punto de perder la vida a manos de Inclán; Soler la rescata aunque muere y el villano fallece quemado con plomo derretido que utilizaban para hacer soldaditos y con el que pensaba sacrificar a la niña indefensa.

En Víctimas del pecado (1950), de Emilio Fernández, por ejemplo, se define con vocación hiperrealista el calvario de Ismael Pérez Poncianito, cuya madre lo abandona en un bote de basura frente al Monumento a la Revolución. El niño es rescatado por Ninón Sevilla, quien lo adopta aunque, más tarde, el explotador de mujeres y progenitor del niño (un grandioso Rodolfo Acosta) golpea al chamaco para obligarlo a robar. El niño acaba como papelerito y bolero, y visita a su madre tras las rejas, donde le lleva dulces, pan y flores: “Haré cualquier cosa para que me traigan a la cárcel, ya no quiero separarme de ti…”

Poncianito duerme a la intemperie bajo el Monumento a la Madre y justo el 10 de mayo compra unos zapatos de doce pesos, pero le faltan dos y tiene que dejar empeñado su cajón y sus periódicos; al llegar a prisión los policías le impiden el paso con bayonetas: “Llegaste tarde, chamaco, ora hasta el próximo domingo. Ya se acabó el día de la madre”, le responde el inhumano guardia incapaz de conmoverse ante el rosario de injusticias que la sociedad ha perpetrado contra ese huérfano, colocado ahí por el realizador y guionista no tanto para reflexionar sobre las políticas gubernamentales en relación a los niños callejeros, sino para deleitarse con ese espectáculo del abandono infantil, miseria y crueldad transformada en moralizante cuento de hadas.

Más curiosa y tremebunda, aunque sin la garra cívica del Indio, es El papelerito (1950), de Agustín P. Delgado; en ella, el destino se empeña en violentar las vidas de tres chiquillos protegidos por la buena y regañona “mamá Dominga” (Sara García, por supuesto). De nuevo Poncianito, que aspira a convertirse en beisbolista, Jaime Jiménez Pons, que desea ser médico para curar a Gloria (Gloria Alonso) chamaquita tullida de la vecindad y el pequeño Jaime Calpe, que sueña en convertirse en músico, humillado y explotado por su madre cabaretera (la bella Amanda del Llano) y su despiadado amante (Eduardo Noriega).

A partir de un argumento de José G. Cruz, el filme plantea la vida de los niños que trabajan en las calles: “los papeleritos de Excélsior que empezaban su faena a las cuatro de la mañana”, en un relato que mezcla minihéroes cotidianos recompensados al final por las autoridades del mismo periódico y los jovenzuelos malvados terminan en prisión por su inclinación al crimen, como tristes parodias involuntarias de el Jaibo y su palomilla. Aquí, las tragedias e injusticias cometidas contra ese grupo de desheredados sociales se premiaba con becas “en el mejor colegio” y un flamante puesto de antojitos para esa madre postiza de niños empobrecidos.

Otra cinta de 1950 es Pata de palo, de Emilio Gómez Muriel. El protagonista es el niño José Luis Moreno, a quien Carlos López Moctezuma, con una pierna de madera, amenaza con dejarlo ciego y a su vez desea llevarse a la cama a la hermana del chamaco (Lilia Prado), en un filme en el que se aprecia la exavenida Niño Perdido, la calle Belisario Domínguez o el extinto Cine Maya. Pata de Palo le dice al niño: “Desde hoy no te separarás de mí” y lo obliga a timar a la gente con remedios que no sirven para nada. Por supuesto, el final del desalmado es brutal cuando resbala y cae desde unas escaleras de la vecindad, donde está a punto de asesinar al niño.

 

Las rutas del olvidado

Finalmente, El camino de la vida (Alfonso Corona Blake, 1956), escrito por Matilde Landeta en 1950 para dirigirlo ella misma, remite a la premisa de Los olvidados pero desde una perspectiva más ejemplar y paternalista, sugerida a su vez por tramas reales entresacadas de tribunales y reformatorios infantiles. La historia abre con Enrique Lucero en el papel de un exniño de la calle, convertido en un buen abogado que presta sus servicios en un centro correccional para varones en donde se intenta regenerar a pequeños delincuentes. Varios flashbacks nos remiten a diversos casos donde se narran las tristes y conflictivas situaciones de infantes olvidados de la mano de Dios, como Mario N. Navarro, que asesina por accidente a su padrastro dedicado a alcoholizarse y a golpear a su mujer, quien se declara culpable del crimen para salvar a su hijo, quien confiesa la verdad.

Otro caso es el del gangoso Pedro (Ignacio García Torres), que debido a las constantes burlas de sus compañeros decide utilizar el ojo de un compañerito como recipiente de tinta china, clavándole una pluma fuente, y cierra con la historia de Frijolito (Rogelio Jiménez Pons) y Chinampina (Humberto Jiménez Pons), dos hermanos huérfanos que vagan por la vida flacos, ojerosos y sin ilusiones hasta que son acogidos por un puñado de papeleritos –entre ellos Poncianito–, con quienes comparten el trajín diario de la venta de periódicos y los cielos tapizados de estrellas al dormir a la intemperie, cobijados con las noticias del día anterior hasta que, en plena Nochebuena, Chinampina trata de robar un bolso y ese acto temerario finaliza con la muerte de su hermano, atropellado por un camión.

A pesar de sus situaciones melodramáticas tendientes a la moraleja y a la compasión, El camino de la vida destaca por algunas de sus imágenes veristas de gran aliento documentalista, como la escena de los baños comunales a donde llevan a los niños que retiran de las calles para que se duchen, o la recogida nocturna de esos infantes olvidados con imágenes reales de verdaderos niños abandonados, así como la entrega de periódicos a los pequeños papeleros en plena madrugada en los alrededores de Bucareli, y las reacciones de los actores infantiles que parecen dotar de vida a personajes reales: una niñez y juventud abandonada y sojuzgada como adultos peligrosos.

Mi colegio, ubicado en la calle de Apartado No. 30, Centro Histórico, desapareció. Jamás obtuve el Premio Scribe. Como cada año, Omar Castellanos ganó el concurso de disfraces con un traje de astronauta y no olvido ni olvidaré nunca las imágenes que salían de aquel pequeño proyector Kodak de su padre. Aquel 30 de abril de 1967 quería ser La sombra vengadora y, pese a todo, obtuve el segundo lugar, ataviado de teporochito, de paria, de olvidado…

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