Rocío Martínez Velázquez, reúne y comenta las obras de cinco escritoras,

Ellas cuentan: nuevas voces narrativas de América Latina

Rocío Martínez Velázquez

Nuestro barco de papel empezó a hacer agua.

Caímos en la sábana blanca y nos hundimos.

Ahí estamos sumergidos.

No sabemos despertar.

Nona Fernández

En el complejo año de 2020 tuve como propósito resarcir una parte de mi biblioteca: literatura contemporánea escrita por mujeres. Muchas de mis lecturas por elección tienen nombres masculinos, como mucha gente de mi generación. Emprendí la tarea con Cometierra (Sigilo, 2019) de Dolores Reyes (Argentina, 1978) y debo decir que esta deslumbrante experiencia marcó una travesía lectora que será imposible abandonar.

Dolores Reyes: tierra de cementerio

Una protagonista casi adolescente se come la tierra y con ella puede ver el destino de gente desaparecida o, más preciso, de las desaparecidas. La joven vive con su hermano en unas condiciones económicamente adversas, pero el don que tiene de visualizar a través de la tierra el destino de las desaparecidas la lleva a involucrarse en una investigación policíaca. América Latina, una región donde la cantidad de muertos nos impide conocerlos por su nombre, hace una literatura de denuncia cuyo eje central es la prosa literaria, la creación de un personaje que es una chica común con un don que se sale de la realidad.

La pérdida es un hilo conductor en la historia. Empieza con la muerte de la madre, un feminicidio cometido por su propio padre y, con esta tragedia, el despliegue de ese don que es una infelicidad constante: “Cierro los ojos para apoyar las manos sobre la tierra que acaba de taparte, mamá, y se me hace de noche. Cierro los puños, atrapo y la llevo a la boca. La fuerza de la tierra que te devora es oscura y tiene el tronco de un árbol. Me gusta, me muestra, me hace ver.” Huérfana de madre, una tía queda al cuidado de ella y de su hermano, pero termina desistiendo de la crianza dejando paso libre a un mundo de adolescentes y videojuegos. Se va de casa porque un día la mandan llamar de la escuela por el dibujo que ha hecho su sobrina: Ana, su profesora, ha desaparecido, y ella al comer la tierra ha visualizado su trágico destino que plasmó en un papel: “Yo la había dibujado como la tierra me la mostró: desnuda,
con las piernas abiertas y un poco dobladas para los costados, que hacían parecer su cuerpo más chico, como si fuera una ranita. Y las manos atrás, atadas contra uno de los postes del galpón donde unas letras pintadas decían ‘Corralón Panda’.”

El rumor de la videncia se esparce y a Cometierra la buscan aquellas almas desesperadas por sus desaparecidos. Y así da también con ella Ezequiel, un policía que habita en la misma zona que Cometierra: sitios periféricos de las ciudades con alto nivel de marginación. Casos de desaparecidas que debería resolver la policía, pero que ante la incompetencia terminan recurriendo a una niña vidente. Es Argentina, pero podría ser cualquier lugar donde la violencia de género, feminicidios, desapariciones forzadas, están en la cotidianidad de los individuos acompañados de una impunidad destructora de esperanza.

Cometierra es la primera novela de Dolores Reyes. Inspirada por la poesía, nace en un taller de novela donde concibe este personaje de la niña que come la tierra en un cementerio y de esa manera se conecta con los muertos. Dice la autora: “La novela surge en un taller literario. Un compañero que es poeta que se llama Marcelo Carnero leyó un textito que era más poesía que narrativa y terminaba diciendo ‘tierra de cementerio’. Cuando dijo eso vi la imagen de una nena muy flaca con el pelo negro, sentada en un cementerio contra la tierra que se empezaba a comer con angustia.” La tierra es la que tiene contacto con los cuerpos, es la tierra la que puede contar el destino trágico de los cuerpos de las mujeres asesinadas, es Cometierra quien puede terminar con la incertidumbre.

Nona Fernández: la memoria como fuente narrativa

Nona Fernández (Chile, 1971) escribe un libro que se inscribe en la tradición de la literatura sobre la dictadura pero desde la mirada de la infancia. Space invaders (FCE, 2020) es una pequeña joya conmovedora de principio a fin que relata el horror de la dictadura a través de un grupo de chicas y chicos que recurren a sus sueños y sus recuerdos, y los llevan a ese lugar de oscuridad que revela familiares desaparecidos, cambios de vida inexplicables; estos niños son protagonistas involuntarios de un contexto terrible e injusto: “Los sueños son diversos, como diversas son nuestras cabezas, y diversos son nuestros recuerdos, y diversos somos y diversos crecimos. Desde nuestra onírica diversidad podemos concordar que cada uno a su propio modo la ve como la recuerda.”

La memoria como fuente narrativa para reconstruir una infancia marcada por la dictadura debe recurrir a sueños y pesadillas, a imaginaciones que llenen los huecos del olvido. Una inocencia que fue aniquilada por la tragedia constante y cuyo resultado es el adulto en el que cada quien se convirtió, sabiendo que otros muchos no llegaron a esa etapa de la vida porque fueron desaparecidos, torturados, asesinados. Son adultos atormentados pero también privilegiados por poder recontar: “Fuenlizada dice que cada uno sueña como puede. Que mientras ella escucha voces, y otros sólo ven imágenes, Maldonado tiene todo el derecho a que sus sueños estén construidos de palabras. Cada ladrillo es un verbo, un artículo, un adjetivo, y así la construcción crece, levanta escaleras y se transforma en un túnel alto que puede comunicar el cielo y el infierno. Maldonado sueña palabras azules escritas por la mano de una niña.”

De la infancia a la adolescencia transitan los personajes rodeados de la violencia de la dictadura, la impunidad y la desmemoria. Mientras se enamoran por primera vez y conocen el deseo, viven en la paranoia de la represión del Estado, las normas impuestas por la dictadura, esa “Virgen que nos observa desde la altura. Siempre nos observa desde la altura. Sus ojos de vidrio espiándonos por sobre nuestras cabezas peinadas”.

La narrativa de Nona va conduciendo la lectura de una manera sutil, lejos de escatimar detalles va tejiendo la complicidad lectora en las elipsis, los silencios, los cambios de perspectiva. El título alude a un popular videojuego de la década de los años ochenta que consistía en disparar a unas naves extraterrestres que caían en la pantalla, una metáfora que conforma esa memoria en la que “no hay palabras, ni nombres, sólo un cuerpo de muchas patas, manos y cabezas”.

Liliana Colanzi: una realidad que se quiebra

Nuestro mundo muerto (Páginas de Espuma, 2016) es la puerta de entrada a otra dimensión. Liliana Colanzi (Bolivia, 1981) recurre a la ciencia ficción en estos relatos escritos a veces en primera persona, a veces en tercera, donde el plano de la realidad no es exclusivo y podemos navegar al terreno de lo fantástico sin cuestionarlo. Varias galaxias que aterrizan en personajes muy contemporáneos con situaciones familiares y escolares de marginalidad.

Ocho relatos componen este libro de cuentos. El terror y el suspenso conducen la lectura por personajes tan variados que van desde una madre que vigila, un compañero de escuela que ha muerto, una mujer que se va a Marte porque se ha ganado la lotería, un poseído por el instinto asesino de un indio mataco… “Poco después la voz del mataco se metió en mi cabeza. Cantaba, sobre todo. No tenía idea de lo que le había pasado y se lamentaba con esa voz tristísima y como empantanada de los indios. Ayayay, cantaba. Yo soñaba sus sueños: manadas de taitetuses que huían en el monte, la herida caliente de la urina alcanzada por la flecha, el vapor de la tierra yéndose a juntar con el cielo. Ayayay… El corazón del mataco era una niebla roja. ¿Quién sos? ¿Qué querés? ¿Por qué te has alojado en mí?, le hablé.”

La autora juega con el mundo indígena, lo sobrenatural, frente a una realidad que se quiebra. Explora cómo en la historia de nuestros países hay un trasfondo colonial del que no siempre somos conscientes. Mostrar estas relaciones creadas con esta visión colonial y cómo, a través de elementos extraordinarios, el oprimido puede meterse en el inconsciente del otro.

Colanzi no considera al cuento un género menor, una transición a la novela, sino un arma muy potente que aunque no es expresamente de denuncia, sí pondrá a pensar a los lectores y los dejará en vilo.

Mónica Ojeda: siete veces la violencia

Del imaginario de la narrativa breve, Las voladoras (Páginas de Espuma, 2020) de Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) retrata un universo muy femenino que resalta lo terrible: la violencia que un otro inflige, la violencia correspondida, y finaliza el volumen de cuentos con la violencia de la pérdida. El volumen está compuesto por ocho relatos, de los cuales siete tienen protagonistas mujeres, unas supervivientes que han desarrollado habilidades para lidiar con la violencia pues no conocen otro contexto. La mayoría de las violencias las ejercen los hombres, en esa violencia se constituyen, los hace ser y ejercer ese poder sobre las mujeres, pero son ellas las que se fortalecen para poder sobrevivir.

“La sangre también me dijo que una cabeza cortada dibuja el tiempo. Que donde una planta estuvo mañana crecerá otra. Que la planta se hace pequeña para que yo me haga grande. Ella ya no camina, ya no habla, pero a veces grita feo como las cabras la noche antes de la degollación. Yo la escucho y nos defiendo con piedras de los invasores. Crezco fuerte en su sitio porque además de sincera, la sangre es justa.”

Ojeda retrata el dolor femenino con esa violencia que no separa lo mental del cuerpo. Dice la autora: “Me interesa una escritura que sea un poco telúrica, en el sentido más estricto del telurismo: entender la tierra como un lugar de contradicciones, de la tierra sale la carne que nace, pero se descompone también. Por lo tanto, guarda el misterio de la fertilidad, pero también el de la podredumbre. Guarda aquello que más miedo nos da: la muerte, la desaparición, el disolvernos otra vez con el todo. Esta idea es también una suerte de continuidad en el mundo andino.”

Natalia García Freire: una casa que se desmorona

En otro registro, Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza, 2019), de Natalia García Freire (Ecuador, 1991), elige un narrador masculino y el interior de una casa donde todo transcurre. Lucas, el protagonista, narra en una segunda persona que habla con su padre muerto. La nostalgia de una infancia destruida, una familia que ya no está y la casa invadida por dos extranjeros, Felisberto y Eloy, van alternando el pasado y el presente para reconstruir los hechos sobre la muerte del padre: “Un lugar donde todo expira, el final del fin. Me costó trabajo, pero lo vi, padre. Ni siquiera hay jardines; sólo el bien y el mal, el cielo y el infierno: habitaciones de monjas y enfermos.”

La madre fue enviada lejos y en el jardín que tanto cuidaba se puede ver el impacto de su ausencia: ahora sólo crece mala hierba. Una casa que se desmorona y de la que Lucas es testigo, a su lado, las mujeres que lo criaron: Sarah, Noah y Mara son parte de esa casa que albergó la infancia de Lucas y ahora sucumbe a la podredumbre y la oscuridad que se apoderan del entorno y que conducen al narrador al único mundo sobreviviente: el de los insectos. Dolor, miedo, engaño, venganza, locura descritos de una manera tan palpable que van vaticinando para el lector un desenlace trágico.

Letras con la fuerza de la realidad

Nona Fernández y Dolores Reyes conducen sus historias a través de una mirada infantil, casi adolescente, de sus personajes que deben enfrentar un contexto adulto trágico; mientras que los libros de cuentos de Liliana Colanzi y Mónica Ojeda tienen su punto de encuentro en crear imaginarios a partir de su lugar de origen, con personajes inmersos en mundos violentos, donde la visión del violentado y oprimido detona la acción y termina por imponerse a ese contexto. En Natalia García Freire se funde el ambiente con los personajes, y es la tierra la que termina por dominar develando lo más intrínseco y terrible del ser humano. Cada una está respondiendo a la realidad de sus geografías. Las une, sin duda y lamentablemente, una violencia que no es solamente la de los regímenes totalitarios, las dictaduras o las guerrillas políticas, sino de esa violencia cotidiana que golpea más fuerte a las mujeres, las infancias y los pueblos originarios. No tienen que ser de “protesta propagandista” porque la fuerza de la realidad
que presentan, incluso con elementos mágicos, es tan real que la protesta está en la incomodidad o desasosiego que provocan al lector. Son autoras que han puesto su don para la orfebrería de las palabras en crear mundos que son tan verosímiles que ofenden, una belleza del lenguaje cuya precisión en el reflejo de la realidad hace doler. Hay denuncia y feminismo enmarcados en una búsqueda estética que en nada se asemeja a lo panfletario. Sin duda, todas y cada de una de estas lecturas descubren un nuevo mundo.

Bibliografía:

Colanzi, Liliana, Nuestro mundo muerto, Madrid, Páginas de Espuma, 2016.

Fernández, Nona, Space Invaders, México, Fondo de Cultura Económica, 2020.

García Freire, Natalia, Nuestra piel muerta, Madrid, La Navaja Suiza, 2019.

Ojeda, Mónica, Las voladoras, Madrid, Páginas de Espuma, 2020.

Reyes, Dolores, Cometierra, Buenos Aires, Sigilo Editorial, 2019.

Esta entrada fue publicada en Mundo.