Los migrantes en Querétaro

Escrito por Gilberto Hernández García
Domingo 12 de Octubre 2008
REPORTAJE

Image La vida en La Media Luna: jornaleros agrícolas migrantes
(Segunda y última parte)

El sol aún no asoma en el horizonte y en La Media Luna el día ya está comenzando. En el estrecho dormitorio de la casa de Ubaldo se hacinan seis moradores.

Doña María, la esposa de Ubaldo, es la primera que abandona el lecho. Al igual que todas las mujeres del campamento empieza su jornada antes que los hombres. Habrá que lavar el nixtamal y llevarlo al molino. La abuela ya está encendiendo el fogón. Emilio, el más pequeño, ya sabe lo que le toca hacer: como todos los días, a eso de las cinco de la mañana tendrá que hacer fila en una de las dos tomas de agua potable con que cuenta La Media Luna.

Poco a poco las callejuelas del albergue se van llenando de vida. Los hombres, ya puestos en pie, alistan sus aperos para la faena, los esmeriles dan filo a los machetes y «mochas». En cuestión de minutos media docena de camionetas está lista para transportar a los jornaleros a los campos. En cada vehículo, donde en teoría cabrían cuarenta, se amontonan más de cincuenta personas.

¿Luna de miel?

En los cañaverales el sol hace que la temperatura llegue a superar los 35 grados centígrados. Ubal-do y sus hijos: Jesús, de 18 años, y Emilio, de 10, iniciaron su labor de corte a eso de las 6 de la mañana, en una jornada que se prolongará hasta las 5 de la tarde, si no es que los cañeros consideran que es preciso quedarse otras horas.

En esta zona los jornaleros trabajan por el sistema de «destajo», consistente en formar pequeñas cuadrillas familiares, si así lo quiere el padre de familia, encabezado por él mismo y con la ayuda de los hijos; el precio que se les paga por tonelada de caña, cortada y amontonada en el lugar, es de no más de $30.00. Ordinariamente un padre de familia, contando el dinero de sus ayudantes, llega a ganar unos mil doscientos pesos semanalmente.

Enganchados a la luna

Igual que Ubaldo, los jornaleros de La Media Luna y otros campamentos cañeros de la región han sido traídos del sur de México por los «enganchadores», que visitan las paupérrimas comunidades para «prestarles» 150 o 200 pesos para que «saquen de apuros» a sus familias; después les dicen que esa deuda la pueden pagar con trabajo, pero para ello se deben trasladar hasta estos campos. Y, como todo genera un costo, el traslado sale en unos 500 pesos.

Los dueños de los cañaverales «no escatiman nada» cuando se trata de «prestarle» algo a sus trabajadores. También les fían para que compren su herramienta de trabajo: machetes (se acaban uno en 20 días y cuesta 60 pesos), lima o afilador, garrafones. Por si fuera poco, les «dan crédito» para que durante las primeras semanas puedan comprar los alimentos. Por ello, las primeras tres semanas de arduo trabajo no reciben nada: están pagando. A la cuarta, según el ritmo de trabajo de cada peón, ya reciben la mitad de su salario y al mes ya pueden cobrar «completo».

En La Media Luna se da una curiosa relación de autoridad, en la que se implica fuertemente la fidelidad. Quienes detentan el poder, por llamarlo de alguna manera, son los «cabos»; en el albergue hay tres. Estos hombres son los mismos encargados de «enganchar» a sus paisanos para la zafra. Según comentaron algunos trabajadores, ser «escogido» para venir acá es un privilegio; de ahí que el cabo adquiera ante los ojos del resto de la población el estatus de «benefactor» o por lo menos de «alguien importante» al cual se le debe respeto, de tal manera que pueda seguirse beneficiando de su «trato». No es raro descubrir que el cabo es muy solicitado para asumir el papel de padrino en diversos actos religiosos o civiles.

Tampoco es raro que, aunque no lo mencionan  abiertamente, se den situaciones de corrupción, dado que el cabo es el intermediario entre los patrones y los trabajadores; muchos de los beneficios, confiesan algunos, nunca llegan a los destinatarios porque el cabo dispone de ellos.

Reflejos de luna

El sol ha declinado y está a punto de ceder su lugar a la luna. Los atestados camiones abaten sus redilas a la puerta del campamento y los jornaleros descienden. María recibe a su marido con un buen plato de frijoles, platican un breve momento, con monosílabos, casi no hay nada qué contar porque todos los días son iguales. El hombre, después de devorar su comida, con hastío, entra en el cuarto y, en breve, sale con un puñado de jabón en polvo y se dirige a los baños comunitarios. Para los hombres ha terminado la jornada, pero las mujeres aún tendrán que continuar con las faenas del hogar.

Los más jóvenes todavía tienen ánimo para organizarse espontáneamente y «echarse una cascarita» en las canchas del albergue, como si la dura jornada en la zafra no les hubiera hecho nada. Instintivamente han ido formando sus alianzas para visitar otras comunidades con el afán de conseguir novia, o para «pasar el rato» en el mismo albergue.

En México la dinámica migratoria de los «golondrinos» implica el movimiento constante entre zona y zona, según se va terminando el trabajo; algunos empiezan trabajando en el Bajío y de ahí van «subiendo» al occidente, después a Sinaloa, Sonora, hasta llegar a Baja California, y así, en un continuo volver a empezar. En La Media Luna es distinto,  ya que los trabajadores llegan con un «contrato» y no ven la necesidad de salir a la «aventura»; además, ésta sería muy pesada llevando consigo a la familia; por eso casi todos optan por regresar a sus comunidades al fin de la zafra, en junio o julio, con el dinero que han podido ahorrar.

Sin embargo, cada vez son más las familias que deciden quedarse a vivir en Autlán; actualmente son 22 las que han decidido no regresar a sus tierras; algunos tienen ya casi treinta años por acá. Algunas familias e han hecho de un terreno en la ciudad y ya radican en ella; sin embargo, conservan el trabajo en la zafra. Los que se quedan en el lugar cuando no es temporada de corte pueden seguir ocupando sus viviendas en el albergue; pero tendrán que pagar los servicios, como la luz o el agua.

En cualquier caso, los habitantes de La Media Luna se perciben distantes entre ellos mismos. Admiten que no hay mucha relación entre familias porque la mayor parte del día la pasan trabajando. Además, hay pocos pretextos para lograr ese acercamiento: el campamento carece de espacios simbólicos o físicos para el encuentro. Probablemente la única oportunidad de acercamiento e inicio de relaciones comprensivas serían los servicios religiosos, mas éstos son escasos allí.

Una nota característica del lugar es el auto-despojo de identidad que de sí mismos vienen haciendo aquellas personas que han optado por quedarse a vivir en Autlán. Por tal razón, no es raro escuchar afirmaciones en tono despectivo al referirse a los recién llegados: «pobrecitos, son indios», «no saben usar los baños, por eso están sucios».

Sin embargo, hay un sentimiento que parece ser común:  se descubren rechazados por los vecinos de Autlán. Hablan de las pocas ganas que les dan de ir al «centro» a hacer sus compras para no ser maltratados o llamados «marranos».

Con la nostalgia de otras lunas

La luna señorea completamente el campamento. Los habitantes de La Media Luna aprovechan el momento sentándose a la puerta de la casa para platicar o simplemente para estar. Sus ojos, invariablemente, se dirigen al cerrito, donde la Morenita que se apareció en un cerro distante a este terruño vela por estos jornaleros. En sus sueños está la idea de juntar un «buen dinero» para poder regresar a la fiesta patronal, para hacer mejoras a su «casita» o para rescatar la tierra que dejaron abandonada, sin producir. Saben que es una tarea difícil. Esta migración no es de las que envían remesas, no genera ahorro. Conlleva pobreza, pero, con todo, es una forma de supervivencia.
En la mayoría de los jornaleros la esperanza sobrevive

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