Miguel Herández (1910- 1942), genial poeta, es bueno y encomiable que no cesen los reconocimientos

Miguel Hernández / La lírica de la pobreza

Juan Vadillo

 

En la ciudad de Orihuela, en un barrio de casas blancas, donde se dibuja el arco a la Virgen del Remedio, en la estrecha calle de San Juan, nació Miguel Hernández, un 30 de octubre de 1910. El periodista alicantino Álvaro Botella, íntimo amigo del poeta, escribió en una carta que, para Miguel, Orihuela era el lugar de “volar cometas inexorablemente sujetas a la tierra por un hilo”. Esta alegoría trazaba la esencia del verso hernandiano, siempre atado a la tierra, pero siempre en fuga, volando sobre el dolor y la miseria.

El poeta nació en una familia humilde, en tiempos difíciles. Sus antepasados habían sido labradores y su padre había dejado la compra y venta de reses para dedicarse al pastoreo de cabras. No obstante, Miguel destacó de manera sorprendente entre los niños de su condición, que injustamente carecían de estímulos para superarse; en este ambiente comienza la lucha dialéctica entre Miguel Hernández y la pobreza.

En aquella época, las familias tradicionalmente acomodadas llevaban a sus hijos al Colegio de Santo Domingo, edificio de estilo renacentista, herreriano, donde los privilegiados iban a recibir una sólida formación. No obstante, la Compañía de Jesús tuvo a bien la idea de crear en el patio de Lourdes, en la parte de atrás de este mismo colegio, una serie de escuelas para que los hijos de obreros y campesinos también pudieran recibir educación. Desde entonces Miguel sintió la humillación de entrar al colegio por la parte trasera, mientras que los ricos entraban por las puertas principales. Años después plasmaría este sabor amargo en dos de sus versos del poema “El hambre”: “Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,/ los que entienden la vida por un botín sangriento” (I, vv. 13-14). En este mismo poema en otros dos versos “el hambre es el primero de los conocimientos,/ tener hambre es la cosa primera que se aprende” (II, vv. 1-2). Así lo aprendió Miguel desde muy niño, y esta situación lo llevó a esforzarse como nadie en los pupitres del patio de Lourdes, donde el poeta fue siempre el primero de la clase, y obtuvo distinciones en todas las asignaturas, a tal punto que los padres jesuitas decidieron trasladarlo a las clases de los niños ricos, y así Miguel pudo entrar por las puertas principales de aquel Colegio de Santo Domingo.

 

La dolorosa belleza

Hay que aclarar que la lucha dialéctica de Miguel Hernández con la pobreza, tal como la entendemos, no tiene nada que ver con el término “aspiracionista”, tan popular en nuestros días, sino todo lo contrario: la profunda cultura que adquirió Miguel le serviría no sólo para dignificar la pobreza, sino sobre todo para darle una voz poética, es decir encontrar en esta condición la esencia más humana y su dolorosa belleza. Así se forjaría el verso siempre atado a la tierra, pero siempre en fuga. En este sentido la voz de Miguel, como ninguna otra, consigue expresar el lirismo de explotación y la miseria. Autentificar esa condición de lucha, que, en la entraña de la palabra humanidad, se va a convertir esencialmente en un lamento, qué otra cosa es sino la lírica, “poesía en su estado químicamente puro,” diría Dámaso Alonso. Poesía que se convierte en llanto, en llanto que se desnuda hasta ser grito. Poesía de los locos y de los presos, de los mendigos y del hambre, poesía que en los versos de Miguel Hernández “arroja los estudios y la sabiduría,/ y se quita la máscara, la piel de la cultura” para ser la raíz de un canto despojado de sí mismo.

Solamente un poeta con esa experiencia vital podría alcanzar tanta sinceridad. Su palabra es como un camino de purificación, como una piedra pulida que rueda hasta el mar. Como la sabiduría que llevó al pez más viejo del río hasta la muerte.

Pese a la insistencia, por parte de los jesuitas, para que el poeta continuara sus estudios y se convirtiera en uno de ellos, el padre de Miguel les dijo definitivamente que no, que su hijo sería cabrero igual que él. No obstante, el poeta guardaba el verso en el zurrón, cuando desde un altozano perdía sus ojos en la anchura de la vega, cuando escuchaba al viento serrano siguiendo el compás del rebaño, o cuando preparaba las vasijas de leche para repartir entre la clientela.

En esta época de adolescente, Miguel no paraba de leer todo cuanto caía en sus manos, especialmente si se trataba de poesía. De ese modo, la imagen idealizada del pastor poeta que había soñado Teócrito, se volvió de carne y hueso. Aunque para algunos críticos esta imagen no es más que un cliché, lo cierto es que Miguel Hernández, mientras leía una égloga de Virgilio o de Garcilaso se encontraba también en plena comunión con la naturaleza y, quizá más que ningún otro poeta, experimentaba directamente la vida de un pastor. Ligar su poesía con la tradición idílica no es en vano, siempre y cuando, en un sentido tradicional, pueda observarse cómo el poeta va a transformar la materia pastoril en una voz, que como ya dijimos, consigue expresar líricamente las circunstancias tan difíciles que
en su época vivían las clases populares, y posteriormente, los presos políticos de las cárceles franquistas.

 

La palabra como pan de cada día

El 30 de diciembre de 1929, aparece en el diario oriolano, El pueblo, el primer poema firmado por Miguel, bajo el título de “Pastoril,” compuesto por trece estrofas de redondillas cruzadas y abrazadas, donde no sólo se siente la influencia de sus lecturas idílicas, sino que también se deja sentir su experiencia como cabrero, sobre todo en las descripciones de la naturaleza. Esta es otra prueba de que hablar del pastor poeta no siempre es una idealización o un cliché, como ha señalado la crítica, sino que, efectivamente, las vivencias de Miguel en el campo generaron un diálogo entre el mundo de la literatura y los paisajes alicantinos, entre el sonido de la palabra y las voces de la naturaleza. Estas circunstancias por demás especiales tienen su raíz en la condición humilde del poeta, que lo fue llevando a vivir en carne y hueso, tanto el ambiente literario de los cafés madrileños como el olor a tierra mojada en el aire serrano. De tal suerte, el dibujo del pastor ocioso escribiendo versos, que idealizó Teócrito en los jardines de Sicilia, o que Virgilio soñó en la Arcadia imaginada, se materializó en la figura de Miguel Hernández. Es un hecho que, a la hora de pastorear, llevaba con él una máquina de escribir portátil, marca Corona, que acabó de pagar en marzo de 1931, cuyas teclas repicaban al ritmo del canto de los pájaros cuando llevaba el ganado a pacer en la Sierra de la Muela, para pasar el día entero escribiendo versos.

Así como el mundo de la literatura y el mundo que llamamos real –insospechadamente– encarnan el uno en el otro; de la misma forma en que un poema soñado por Coleridge existía ya muchos siglos atrás en el trazo de un palacio mongol; así, de ese mismo modo, se entreveraron en los versos de Miguel los sueños de la Arcadia y la denuncia social, el lamento de los pastores y la voz rajada de los mineros, el amor idílico y la lucha obrera. En su primera obra de teatro, Los hijos de piedra, la atmósfera de las minas se filtraba a través de un prisma capaz de mezclar en una misma luz la realidad de los mineros con el discurso arcádico. Si bien este fue su único drama en prosa, vinieron otros donde la versificación lopesca consiguió llevar el pincel áureo a los primeros años de la Guerra Civil. En El labrador de más aire, de 1937, por ejemplo, la polimetría se adecua a las diversas situaciones en que los aldeanos van dibujando la explotación y la miseria rurales de aquel tiempo. No obstante, la influencia idílica más destilada se deja sentir sobre todo en uno de sus poemarios, El silbo vulnerado, compuesto de sonetos o silbos en que el paisaje de la fauna y flora levantinas se entreteje con el canto de los pájaros en celo y la crisis de amor de los pastores. Toda esta comunión con la naturaleza se va a ir transformando en nostalgia y pena en cuanto Miguel se sube al tren que –una noche de 1931– se va alejando de Alicante en dirección a Madrid. Nietzsche había escrito que la lírica era el lamento, o el grito desgarrado del poeta músico, que inevitablemente es arrancado de la madre naturaleza para vivir en un proceso civilizatorio. El tren con su marcha hacia la ciudad alegorizaba ese mismo proceso.

En su primera estancia en Madrid el poeta agota prontamente todos sus recursos, llega un momento en que no tiene dinero ni siquiera para pagar el tranvía. Según advierte en una carta a Ramón Sijé, sus zapatos amenazan evadirse de sus pies. Y no le queda más remedio que regresar a Orihuela derrotado y sin dinero.

Los poetas geniales viven de la palabra, pero Miguel Hernández va todavía más lejos. Durante aquellos años de su primera estancia en Madrid su palabra poética se va a convertir literalmente en el pan de cada día. En términos de Octavio Paz la palabra es la libertad, la fuga, la posibilidad de huir a otro mundo; no obstante, ese otro mundo sólo puede surgir en contrapunto con lo que llamamos realidad. Merced a esa tensión contrapuntística el verso adquiere más dolor, pero también se vuelve más sublime. En este sentido, la lucha dialéctica de Miguel Hernández con la pobreza queda expresada en el grito lírico que, en palabras de Nietzsche, surge del dolor primordial, pero a su vez lo trasciende. La sinceridad del verso hernandiano tiene mucho que ver con ese grito sublime que surge de la experiencia vital, del hambre, de la cárcel y de la enfermedad, pero que también alcanza a herir a los sueños, al delirio y a la música de la palabra, hasta convertirse en una melopea que nos embriaga para que podamos fugarnos de este mundo.

 

 

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